jueves, 17 de abril de 2014

La soledad no tiene quien la escriba




Sé que esto muy bien podría ser una carta de despedida cualquiera, de muchas que habrán alrededor del planeta. Sin embargo, ¿cuánto nos toca a cada uno en el fondo esta pérdida? ¿Cuánto nos quema las entrañas la ausencia? Ello es algo difícil de calcular. Para algunos fue tan solo una simple noticia que merece compasión absoluta, de aquella fingida y ceremonial que siempre tenemos cuando una persona se marcha de este mundo: "Fue una buena persona". Para otros, significa poco o nada: ¿Quién será ese? ¿A quién le ha ganado? Otros sufren en silencio, agachan la cabeza y lloran abrazando sus libros, contagian nostalgia de tanto quebranto, buscan la respuesta a su partida en las hojas de un libro que solo les devolverá más añoranza: Entonces el ciclo se repite, sufrir en silencio, agachar la cabeza...


Yo debo estar entre esa gente que leyó por casualidad a Gabriel, cuando en los pininos de mi inocencia se me asomaba la Literatura como un monstruo que empezaba a conocer, entonces, me entregué a sus letras en algún salón de colegio, donde se leía poco o nada. Ya sea por obligación o por travesura, me fijé como meta seguir sus pasos, algo que mal que bien jamás pude lograr o lograré. No obstante, dejo estas pequeñas letras como constancia de mi esfuerzo, que tal vez aplacará un poco el dolor que me embarga.

Recuerdo que de pequeño mis padres siempre me llevaban a Amazonas a buscar libros, algunos a pedido del colegio y otros porque yo, mintiendo, decía que nos los habían solicitado para algún control de lectura misterioso que nunca daría. Mi sed por la lectura apenas si comenzaba, y encontraba en algunos autores como Mario Vargas Llosa o Julio Cortázar mis objetivos claros. Obtener todo lo que se pudiera de ellos era una obligación para mí, pese a que mis papás poco caso me hacían porque, se daban cuenta, eran libros que según ellos eran imposibles que yo pueda devorar. Entonces me conformaba con alguna que otra revista o libros de auto-ayuda que ellos elegían para darme algún consuelo, y yo, como pobre lector que soy, aceptaba sin chistar porque era la suerte que me tocaba.

Pasaron los años, conforme fui ganando independencia y reuniendo dinero, mis visitas a ese rincón de los libros olvidados y rematados se fueron haciendo cada vez más frecuentes. Ya no me importaba si lograba o no conseguir un libro, simplemente me bastaba con oler el aroma a libro viejo y a polilla empachada para sentirme satisfecho. ¡Qué buenas épocas! Solía regresar sonriendo a casa, a veces con las manos vacías, lo sé, pero con una mueca de oreja a oreja que mis padres nunca terminaron de entender. ¡Te estás volviendo loco por los libros muchachito! Me dijo una tía, una vez que mi madrina me invitó a su casa y en su biblioteca me dijo que eligiera los libros que quisiera. Yo simplemente los quería todos, entonces, le pedí un saco para llevármelos.

En esa oportunidad no logré hacerme de todos los textos como me había propuesto, pero ella me regaló un libro que hasta ahora guardo y aprecio con mucho cariño (quizás ella ni se acuerde). Un ejemplar de "Crónica de una muerte anunciada" de Gabriel García Márquez, libro que, soy sincero, hasta la fecha no he leído y no me da vergüenza admitirlo: los placeres de algunos libros solo están destinados para una que otra persona, y siempre creí que el de este no era para mí. Sin embargo, lo recuerdo bien, un libro algo apolillado, de hojas mostazas, ya por el tiempo de uso, y con una singular peculiaridad: un código de biblioteca. Así es, al parecer ese libro mi tía lo había obtenido de alguna forma ilícita o simplemente se había olvidado de devolverlo. Mal que bien, el regalo fue recibido por mí con prestancia, pese a que jamás volví a entrar a esa biblioteca, no sé si por miedo a perderme en ella o por propia niñería mía.

Ya andaba en los últimos años de colegio cuando mis viajes a Amazonas y el centro de Lima se hacían cada vez más frecuentes. Comenzaba con una caminata por las viejas tiendas del centro comercial, donde husmeaba entre los libros como un pericote ondulado y, tras encontrar mi queso (libro), escapaba hacia un paseo que había cerca del río Rímac. Ahí, me sentaba a leer lo que había conseguido mientras escuchaba al río cantar. Luego, a veces se me ocurría sacar lapicero y cuaderno para apuntar algunos pensamientos que de seguro eran tontos. Después, me desplazaba hasta la alameda Chabuca Granda donde me engullía una butifarra de pavo que terminaba por coronar la tarde. Eso era la felicidad para mí en aquellos años, cuando la soledad era mi predilecta en ese paseo desangelado.

En uno de esos viajes fue que conseguí "El coronel no tiene quien le escriba", libro que devoré en dos o menos días. Terminé fascinado con la facilidad que tenía este colombiano para contar sus historias. Luego, vendría "12 cuentos peregrinos", me conseguí una versión "chanchita" de uno de los clásicos de Gabriel, libro que terminaría por convencerme de mis inclinaciones hacia el cuento y las letras.

Si alguna vez intenté ser escritor o decidí a estudiar Literatura como carrera universitaria creo que fue por culpa de este hombre. Nunca lo conocí, nunca hablamos directamente, pero sí indirectamente a través de los libros. Cuando la vida me llevó al desespero en múltiples ocasiones siempre apareció Gabriel para extenderme un libro cuando más lo necesitaba. Llegarían entonces "Cien años de soledad" y "El otoño del patriarca". Previamente ya había asimilado que "Los funerales de Mamá Grande" era una obra magistral y que jamás terminaría de entender la grandeza de sus ciudades interminables y personajes entrañables.

Y así, hoy siento que se marchó parte de lo que fue un modelo para mí, con su bigote siempre desordenado y con esos lentes que miraban todo y nada a la vez. Así era Gabriel de sencillo con su gente, con su Colombia querida, donde por fin dijo adiós como la bella Remedios y partió hacia un viaje que no es más que la inmortalidad de su literatura. De él aprendí que para entrar al mundo de las letras hay que saber de todo un poco, que resignarse ante la conformidad es algo inaudito. Periodismo, Literatura, dos disciplinas que van de la mano y que, quiera o no, terminarán de marcar lo que resta de mis días, seguramente.

No hay segunda resignación sin tercera y cuando el amor se extrañe en los tiempos del cólera, pensaré que Gabriel ya lo había inventado en 1982, cuando las personas ya comenzaban a creer en la magia de su pluma al ganar aquel Nobel por toda Latinoamérica.

Es injusto que la vida sea tan efímera, que algunos otoños sean tan cortos y nos dejen tantas hojas al viento. Adiós 'Gabo', como te decían las personas que te tenían cierto aprecio, adiós Gabriel, el de las historias exóticas y tantas veces melancólicas. Solo me queda el consuelo de que ahí en Macondo, donde de seguro nos esperarás, estarás feliz de ser recibido por todos los Buendía. Y yo, como alguien que se enamoró de tus páginas, reavivaré la llama de literatura que alguna vez encendiste en mí, cuando vuelva a empapar alguna página con tinta o lágrima escapada...


Trató de tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de una substancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un significado diferente. Pero un ‘instante después se sintió sacudido por el hombro.
-Contéstame.
El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez.
-Qué se puede hacer si no se puede vender nada -repitió la mujer.
-Entonces ya será veinte de enero -dijo el coronel, perfectamente consciente-. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.
-Si el gallo gana -dijo la mujer-. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo pueda perder.
-Es un gallo que no puede perder.
-Pero suponte que pierda.
-Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso -dijo el coronel.
La mujer se desesperó.
«Y mientras tanto qué comemos», preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo sacudió con energía.
-Dime, qué comemos.
El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:
-Mierda.

El coronel no tiene quien le escriba - Gabriel García Márquez

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