lunes, 25 de mayo de 2009

Hogar, dulce hogar


Tratando de ver televisión me aburro, busco una excusa y no la encuentro, abro un libro y no estás, me preocupo por tu ausencia pero me siento tranquilo; en el lugar que te encuentres (así sea el menos indicado), sé que divagara mi recuerdo por los telares de tu mente, como un avioncito de papel perdido en la constelación de tus pensamientos, sorteando los pasajes de tu intranquilidad silvestre, porque es una suerte vivir en tu memoria, aunque sea como una oscura huella incandescente.


Me siento a recordar frases, citas que alimentan los susurros del ayer y se entremezclan con los anhelos del mañana, qué tarde es cuando uno crece muy rápido, qué tarde es cuando el tiempo luce impenetrable, qué tarde es cuando uno sabe que no sabe nada, se hace más tarde aún si hay mucha noche por delante, por navegar.

No las justifico, sin embargo, si las leo con cautela y minucia delirante, siento que hago un ejercicio tipo analizador y amonestador, que no cobra justicia sino hasta cuando las miro a los ojos, les rebusco sus porqués y me sonríen entre líneas, me dicen que están ahí por mi culpa y pecado, me escondo de ellas, sus miradas me sentencian, me pongo a deliberar, pongo en tela de juicio mi juicio y entiendo a veces por qué ando tan solo, renegando de la vida.

Me dirijo a una mesa, frágil, de cristal, me tumbo en una silla, me hundo como en arenas movedizas, aparece el Chacota zigzagueando por la pantalla de la televisión, lo saludo cortésmente y por un momento creo que me devuelve el saludo de una manera casi idílica, me siento halagado y lo observo hasta que se pierde entre comerciales abominables que parecen nunca terminar. Se fue, pienso que la vida suele ser como un comercial que algún día terminara, algunos te recordaran y otros ni sabrán que osabas salir con esa sonrisilla falsa a engañar medio mundo todas las tardes después del Chavo, las cosas se acaban y a raíz de eso estoy sentado aquí, pensando acaso que las cosas caen por su propio peso, pero solo observo arañitas bajando con sus piruetas acrobáticas y polillas zarandeándose al compás de mis pensamientos. No viene nadie y suelo confirmar deshauciantemente que algunas cosas están destinadas a nunca ocurrir, como las que espero.

Entonces pienso que me gustaría alguna vez sentarme y escribir algo que realmente valga la pena; no obstante, soy consciente de que no soy capaz de hacerlo y simplemente me pongo a imaginar y construir en mi mente paradojas interminables, de las que siempre odio llevar conmigo a todas partes y no puedo prescindir. Así, arremeto contra mis convencimientos y siento el maretazo provocar daños severos, es por eso que me provoca ser un poco agrio conmigo, siempre que estoy peleado con el mundo y con un poco de sueño.

Paseando por mi apocalipsis, entro a mi habitación y enciendo la luz de mi soledad, el resplandor que cubre mi cuarto no es más que la señal de que un meteorito va a colisionar en cualquier momento. Camino lentamente y sin convicción, miro mis calzados regados por todas partes, mi ropa colgando de lugares inimaginables, mis libros observándome, atentos, prediciendo mi siguiente movimiento, me conocen, les sonrío, no me hablan, me resigno. Me siento al filo de mi cama, sobre sábanas revueltas encuentro el silencio y armonía perfecta de mi desorden, me humanizo de vez en vez y la siento proclamar dentro de mi ser; mi estimada inocencia, anonadada, es proclive a desentenderse cuando lo requiere, y yo, hombre parco, de pocas palabras, le saluda desde afuera y la invita a pasar para que no muera de frío en la era de hielo del sinfín de mis sentimientos...