jueves, 17 de marzo de 2011

Sigo siendo un cowboy

De: Enero 2010

Te voy a dar hasta tres para que desaparezcas. Uno, dos , tres. Caprichosa. Te disparo y no te vas. Es imposible deshacerme de ti. Tal vez por eso ande contigo esta noche.

O madrugada.Ya es de madrugada. Prefiero no saber la hora. Solo supongo que deben ser más de las tres porque las personas ya están regadas por el piso, como cigarrillos pisados, como chapitas de Sprite, como mis ganas de seguir pensando en cosas bonitas y mágicas, y esas cojudeces mías.

Camino. Camino solo porque no me gusta darle explicaciones a nadie. Ni a mi mismo.
Sé perfectamente que si pasa algo seré el único culpable. Que si me peleo con un borracho confundido o enamorado, nadie lo sabrá. Que si la noche me arrincona en un bar desconocido, seré el vaquero solitario que se tome una cerveza y mire a los demás extrañamente, como detestando la compañía inevitable. Que si se hace demasiado tarde, seré el que sabe que en ningún lugar está el amor y por eso no lo busca, al contrario, huye de él con todas sus fuerzas, se esconde debajo de una piedrita y espera a que se vaya por favor, a que se vaya por favor...

He tomado la cerveza más amarga de mi vida. Y he sido egoísta, no la he compartido con nadie. No vale la pena. No vale sus 5 soles tampoco. Hay cosas que no deben valer nada, de seguro. Pero ya la bebí, y ahora quiero otra. Pero en este lugar no, conozco otro más allá. Donde paran las almas decadentes, los poetas borrachos, los músicos que nunca fueron, las mujeres que nunca se casaron, los hombres que ya se cansaron. Esa gente que me cae muy bien y no sé por qué.

A veces quisiera patear todas las puertas como un cowboy. Romper todas las reglas y dejar mi caballo en el estacionamiento amarrado a un poste de luz para cagar al del valet parking. Caminar hacia la barra haciendo sonar mis botines, y reclamarle al cantinero, mientras me agarro el sombrero de cuero, que me sirvan una cerveza fría porque yo soy, carajo, el tipo más bravucón del condado. Entonces, beber la cerveza como un maleducado y hacerle guiños a la mujer más bella del lugar. Pasar mi puño sucio por la boca para limpiarme la espuma y acercarme a ella con la intención de formularle la típica ruda pregunta: ¿Quieres robar un banco conmigo? Y esperar ser choteado ahí, no por malo, ni anticuado, ni grosero; sino porque soy yo. Pues así fuera vaquero, escritor, presidente, estoy seguro que no irías conmigo ni a la esquina, nicagando.

Que va a ser. Estoy solo y en los bares a esta hora ponen música triste, música que te arranca lágrimas de los ojos, como con pinzas. Estoy aburrido de la misma gente vacía de siempre. De esas sonrisas falsas, de esos cuerpos operados, de esas caras maquilladas, de esas dietas balanceadas, de esa gente fabricada en los gimnasios que parecen maniquíes de Gamarra. Todo es comprado, con algún interés de por medio, para obtener algún beneficio. Quedan tan pocas personas y tanta gente del montón, suelta por ahí.

Estoy caminando por esta calle y cada discoteca me vomita una persona similar. La humanidad ha de haber perdido ciertos designios divinos, para transformarse en una especie de espectro reproducido en cantidades industriales, con el mismo sello y copia en cada individuo. Odio esta ciudad.

No quiero tomar más cerveza, ni ningún otro alcohol. Es probable que ello me deprima de sobremanera. Comenzaría a pensar que no tiene sentido beber solo pues no hay con quien brindar. Y es que, porsupuesto, no hay nada que celebrar. La soledad no se celebra, se cuida. Se guarda en el alma con mucho cariño porque a veces es lo único que nos queda, lo único.

Cruzaré esta calle y dejaré a todas esas personas atrás. Que conversen de la moda. De sus fiestas banales. De sus relaciones interesadas. Para mí, les juro, ahorita me resulta más importante comerme un pollito a la brasa.

Voy a comerme un pollito a la brasa en esa pollería que nadie visita. Esa, la del fondo, la que nadie mira nunca. Donde los pollos se mueren de vejez y no en un plato de 28 soles (con papas, cremas, gaseosa o chicha y ensalada). Donde la mesera no limpia las mesas porque nunca se ensucian. Donde las personas solo llegan por curiosidad y jamás se quedan, por miedo. Donde lo único que pasa es el polvillo (y eso es). Donde el chef solo cocina para él (y a veces para la mesera). Esa pollería quiero para mí, es perfecta.

Y me sentaré. Me pondré cómodo mientras le digo a la mesera que me dé un cuarto de pollo. Y me contestará que a ese cuarto solo ingresa personal autorizado, como el chef o como yo (ella), que siempre le da la razón al cliente pero que esta vez, perdóneme usted joven, no va ser posible eso. Yo sonrío, le digo que en serio me dé un cuarto de pollo porque tengo una hambre desgraciada. Y me recrimina, desconfiada, que seguro debo de ser uno de esos coimeros inspectores que siempre vienen a comer gratis, que debo de ser uno de ellos porque hasta la pinta tengo. Percibo que en ese cuarto debe pasar algo muy extraño, oscuro, siniestro y que los pollos tal vez están jugando póker de tanto aburrimiento. Yo quiero, le digo, la cuarta parte de un pollo entero, por favor. Se lo digo con una sonrisa gigante, como de idiota, porque me impresiona su inocencia. Lo hubiese dicho desde el principio pues joven, y me mira con el cejo fruncido, hay mucho trabajo acá y me hace demorar así.

Se va, yo me quedo sentado (y ausentado). Y me quedo más que nada con la sensación de que todavía existe gente pura, gente humilde, gente sencilla. Que puede ser interesante conocer mucha gente así, y conversar horas y horas sin sentido de cosas, esenciales como de un cuarto de pollo que nunca conoceré.

Y me despido de la soledad en este mismo instante, que se vaya a la cochera.

Claro que sí. Si es que algún día muero solo, quiero que antes mis plumas escriban algo verdadero.




Por mientras que más quisiera que tú....